martes, 29 de diciembre de 2009

ESTADOS DE CONCIENCIA

A propósito de la nueva creación del pintor Juan Manuel Puente, que presenta hasta el 9 de enero en la galería Rúas de Laredo.
El Diario Montañes | CARLOS ALCORTA | POETA
En una sociedad hipnotizada por el ansia del consumo y por obtener el bienestar inmediato con las mínimas contrapartidas posibles, todo cuanto signifique un mínimo grado de esfuerzo parece estar desechado de antemano. En este marco, la comprensión de una obra de arte que no muestra lo evidente y nos invita a reflexionar sobre aquello que permanece escondido bajo los pliegues de la realidad, suscita un rechazo inicial que sólo los muy entusiastas parecen dispuestos a considerar, más aún cuando del análisis de ese discurso pictórico y vital se extraen una serie de conclusiones morales de difícil encaje en la uniformidad reinante. Es necesario cambiar un sistema de percepción atrofiado, pervertido por estímulos mercantiles y publicitarios, pero, aun logrando paulatinamente esa transformación educativa, requerirá un esfuerzo complementario entender cómo un objeto de uso cotidiano se convierte -transfigurado no su esencia, sino la forma de repercutir en quien lo mira- en obra de arte y adquiere otro significado, otra reputación distinta a la que inicialmente poseyó, gracias a la manipulación interesada del artista. Mucho más complicado será acercarnos a una obra como la que expone actualmente Juan Manuel Puente en la Galería Rúas de Laredo, que posee su propio lenguaje intelectual, que demuestra el vigor de la abstracción simbólica y, por lo tanto, no ofrece al espectador las sinecuras de lo figurativo porque carece de esas referencias que balizan la singladura que nos traslada hasta el origen de la pintura, aunque soy de los que piensa que «para experimentar de verdad una obra de arte hay que sentirla más que entenderla», tal y como afirma en una reciente entrevista el artista irlandés Michael Craig-Martin.

El placer espiritual y el júbilo intelectual que la pintura de Juan Manuel Puente provoca no resulta fácil de precisar (allí reside algo más de lo que se nos ofrece a la vista, aunque su trabajo resulte hermético sólo para el espectador desinteresado, puesto que todos los secretos que pretendemos desentrañar no se encuentran en lo que admiramos, sino que se hayan en el interior de nosotros mismos) como no considero sencillo explicar el enamoramiento o la pasión del coleccionista ante el excluido o el inexperto. En cualquiera de estos casos, interviene un conglomerado de factores que sólo en la conciencia individual encuentran justificación. Abundando en estas premisas, Enrique Juncosa escribe que «Un modelo de representación es un espejo de la estructuración del pensamiento y de la vida..nuevas reflexiones sobre el complejo grupo de ideas y relaciones que suscitan las imágenes y nuestra interpretación de éstas». La experiencia emocional de contemplar unos cuadros que bien podrían ser ventanas a través de cuyo cristal nos adentramos en el interior del artista no puede reproducirse con las limitaciones del lenguaje y, sin embargo, con esta pobre herramienta he de interpretar lo que mis ojos tratan de abarcar, la luz que dibuja la cinta gris de un horizonte levemente abovedado que actúa como frontera entre un pasado y un futuro indeterminado, voluble y arbitrario, como si en los colores del día se revelara la presencia bienaventurada y diligente de una naturaleza sagrada. Acaso por esta razón, los paisajes de Puente ejercen sobre mí esta fascinación extraña y reconfortante. Por esta razón, y porque la combinación de experiencia y sentimiento, de intuición y destreza consiguen que nos integremos plenamente en ese paisaje deshabitado que las medidas del lienzo delimitan.


La pintura de Puente posee unos códigos secretos que sólo quien adquiere, por medio de la serena contemplación, un alto grado de complicidad será capaz de desvelar, porque los matices casi sobrenaturales, inverosímiles que logra tras su perseverante indagación en el tratamiento del color, nos comunican esa «expresión pura del alma» de la que hablaba Miró, nos inducen a buscar en el interior de la propia materia, en un difícil ejercicio de introspección, aquello que la representación nos hurta. Pero ¿qué enmascara esa línea del horizonte? Difuminada, en algunos casos, por transiciones casi indistinguibles, donde los colores parecen fundirse, en otros, sin embargo la línea agudiza el contraste, marcando dos extensiones -tierra o mar y cielo, espacio y tiempo- de forma precisa, lo que tal vez no haga más que simbolizar la fugacidad del instante, la precariedad de la existencia, sujeta a los vaivenes del azar o, cuando se degrada y casi pasa desapercibida, una intuición en germen, que aún no se ha manifestado plena. Quizá en función de su estado emocional alcance unas veces más peso el pasado, otras el futuro y este precario equilibrio se injerta en el lienzo y se refleja en la posición de la línea del horizonte, convenientemente situada a mayor o menor altura, según sea la presión de ese impacto del que hablamos. Para Puente lo inmediato, el instante aprehendido sólo es una metáfora del paso del tiempo, una excusa para tomar conciencia de esa fugacidad y conservar memoria de lo visto, y esa representación del entorno fugitivo pero inmóvil ahora, supone el punto de partida de una honda reflexión sobre la existencia, sobre el peso del pasado y la ingravidez del porvenir. Sin duda, la fluctuación de la posición que la línea del horizonte encuentra en cada cuadro es fruto de un temperamento que sufre ambigüedades emocionales, dudas y oscilaciones en el sentir (algo, por otra parte, sustancial al hecho de crear). Puente es un pintor en el que fondo y forma actúan en perfecta consonancia, porque no hay nada superfluo en sus pinceladas, nada que no funcione interrelacionadamente con un pensamiento arraigado, pero, y no es una paradoja, en constante ebullición. Así es como su pintura consigue emocionarnos, porque lo que en una primera mirada puede parecer únicamente una acertada combinación cromática, esconde una vinculación secreta de cada color con un estado de ánimo determinado, combinándolos hasta ofrecer al espectador una gama de posibilidades tonales - y por tanto, sentimentales - casi infinita. Todo dependerá de nuestra capacidad de identificación con las pulsiones metafísicas que mueven al artista, con los indicios para una reflexión gnóstica a la que éste nos convoca. Fiel a sus presupuestos estéticos, concibe la obra de arte como un instrumento para comprender la diversidad del mundo, y su autor se vale de ella, de esa forma de expresión consensuada con su yo más íntimo, para analizar su lugar en ese mundo que con cada pincelada descubre y, a la vez, ennoblece. La soledad de los espacios que estos cuadros de pequeño formato reproducen nos anima a pensar en la pintura, más que como fruto de una improvisación, como una idea mental vivamente fraguada, en la senda de pintores como Caspar David Friedrich o Luc Tuymans, y no debe sorprendernos, que esa luz incierta, sobrecogedora en ocasiones, nos seduzca y nos arrastre como un imán hasta las profundidades de nuestra confusión. Quienes pensamos como el escritor Cees Nooteboom cuando afirma que «Un poeta que ama a un pintor no puede remediar ver los cuadros de éste como seres vivos» sentimos dentro esa efervescencia de la luz pintada creciendo desde nuestras entrañas hacia fuera, hacia ese momento, inmortal por repentino, que nos justifica.

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