En numerosas ocasiones se ha hablado del tiempo ―o, incluso, de los diferentes tiempos― que la pintura genera y posee. Al igual que el hecho pictórico tomado en sí mismo ―y ello en función de las técnicas, procesos y materiales concretos empleados en cada caso― reclama un tiempo propio de ejecución que no puede ser vulnerado si es que no se desea actuar en contra de su fisicidad, la lectura de cada obra también desencadena una temporalidad determinada. De este modo, si el hacer de la pintura ―es decir, si su pensar― se ajusta a un tiempo concreto, la observación de la misma también propicia la aparición de temporalidades diversas que surgen en relación con la duración de la mirada, una duración que ―convertida en diálogo de intensidades― afecta al tiempo en tanto que lo vulnera. La mirada, por consiguiente, se desentiende del tiempo desde el instante en que se sitúa no fuera, sino al margen del mismo, es decir, desde el instante en el que el hecho de mirar suscita una temporalidad autónoma que no se desarrolla linealmente, sino como expansión multivectorial.
Ahora bien, cuando aludimos a la temporalidad de las pinturas de Santiago Polo no sólo nos estamos refiriendo a estas cuestiones. La especificidad temporal que aquí se nos revela responde a una peculiaridad derivada del propio soporte translúcido utilizado para la pintura. En este sentido, el vidrio sobre el que se van superponiendo las distintas capas pictóricas que integran las obras, permite una lectura secuencial de cada una de las caligrafías que configuran la escritura de estas piezas. En todas estas pinturas podemos, por ello, seguir el paso de su crecimiento y desarrollo, es decir, leer ―de manera casi arqueológica, sedimento por sedimento― la disposición temporal seguida en cada signo y en cada frase. Una disposición mediante la cual la pintura se define como escritura de un desarrollo temporal que entrelaza su propio tempo con el transcurrir en intensidad del nuestro.
Desde esta perspectiva, la pintura muestra el despliegue de sus superposiciones y el registro de su propia escritura. De ahí que veamos en su resultado los diversos momentos que integran el proceso seguido. Un proceso que supone la constatación de un lenguaje cuyo texto surge simultáneamente como aportación sincrónica ―la pintura que observamos― y como presencia diacrónica ―la obra como documento de una trayectoria discursiva a la que accedemos―. Pintar, tal y como venimos repitiendo, conlleva un pensar que, en el presente caso, deja al descubierto sus requiebros y meandros. Con todo, habitar ese pensar supone hablar y escuchar desde un ámbito específico: el mismo que posibilita que el tiempo tropiece ―aunque sólo sea débil y fugazmente― con la intensidad.
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